Comentarios al libro Chavs de Owen Jones

chavsEl tema es bien conocido y realmente importante en la sociedad británica (y en el conjunto de Europa occidental), el desprecio a los pobres o, simplemente, a los trabajadores manuales en el marco de la opulenta sociedad de servicios. Reino Unido es una sociedad rica y al mismo tiempo muy desigual. En un contexto de crecimiento económico y de promoción social de una parte de la población, como podrían haber sido las dos últimas décadas, al menos hasta la más reciente crisis económica, es relativamente fácil difundir el discurso según el cual la posición socioeconómica de una persona responde exclusivamente a sus propios méritos. Esta es la pieza fundamental de la retórica neoliberal respecto de la estructura social. En base a ella los pobres deben su condición a la vagancia y a la falta de ambición y en última instancia son merecedores de ella, al igual que los privilegios de los ricos son los frutos de un arduo trabajo. Como consecuencia, las ayudas sociales solo sirven para generar vagos y parásitos sociales.

Para el que conozca algo de la sociedad británica, puede resultar pasmoso el eco que encuentra el discurso que acusa a aquellos que reciben subsidios de algún tipo de no querer trabajar. El tópico más común y extendido es que los numerosos embarazos adolescentes y la elevada tasa de natalidad entre las clases populares del Reino Unido son una función de las ayudas del Estado. La utilidad de este discurso ideológico parece obvia, la justificación de las desigualdades y el ataque a las políticas sociales, que vienen siendo desmanteladas desde finales de la década de los setenta por los defensores del libre mercado. Defender esta posición, aunque sea de una forma más refinada, requiere ignorar cualquier aspecto estructural y obviar cuestiones que son de sentido común, como la existencia de procesos de reproducción social, de una estructura sociolaboral y de salarios desigual, de un paro estructural, etcétera, etcétera. A esto se dedica gran parte del libro de Jones a señalar las causas materiales de la desigualdad y, especialmente, las raíces del declive de gran parte de la clase obrera en el forzado tránsito a la economía postfordista con el tacherismo y la destrucción de empleos industriales, solo compensada parcialmente por la creación de empleos precarios en el sector servicios.

La estigmatización de las clases bajas está lejos de ser una novedad y los argumentos darwinistas de la burguesía del siglo XIX tienen motivaciones similares al discurso que hoy abraza con alegría una clase media amplia. Las clases acomodadas tienden a defender el status quo y buscan justificar su posición privilegiada en la estructura social, ignorando la diferencia de oportunidades y la naturaleza injusta de la sociedad de clases. Lo que sí es realmente novedoso es el hecho señalado por el autor de que, en el contexto británico, este odio contra los pobres pueda convivir con un comportamiento exquisitamente progresista respecto de las cuestiones de género, sexualidad o raza. Y este parece ser otro de los grandes caballos de batalla del autor, poner de relieve la importancia de las cuestiones de clase y de las desigualdades socioeconómicas, aspectos ignorados no solo en el ámbito académico, sino también en el conjunto de la izquierda (y no solo en el partido laborista que tanto cita el autor), replegada desde los setenta sobre las problemáticas culturales e identitarias, campos de batalla en los que los liberales contemporáneos se sienten realmente cómodos. Una situación que habría conducido a una crisis de representación de la clase obrera y, a su vez, al cada vez más pronunciado hundimiento de los partidos socialdemócratas, que han abandonado a su suerte a las que otrora fueran sus bases electorales.

¿Y si fuera una crisis de sobreproducción? (PARTE II)

De la crisis de los setenta surgiría un nuevo modelo para el capitalismo occidental y, paulatinamente, una nueva estructura geopolítica y geoeconómica. Así, una parte importante de los problemas de la rigidez del fordismo y de los crecientes costes de una fuerza de trabajo organizada fue la reconversión industrial, que fue en parte automatización, en parte deslocalización y en parte pura y simple desindustrialización durante las décadas de los setenta y ochenta. Por su parte, los grandes centros urbanos occidentales se irían especializando en una economía terciaria fundamentada en un sector financiero cada vez más determinante y sobredimensionado. Creo que un buen ejemplo de esto es el caso de Reino Unido. Aquí, mientras la industria naval y automovilística se desplazaba al sureste asiático y el norte industrial y minero de Gran Bretaña se hundía y su característica clase obrera se lumpenproletarizaba, el centro financiero de Londres no hacía sino crecer hasta convertirse en la base de la economía del Estado. El proyecto de renovación urbana de los docklands resulta paradigmático en este sentido, eliminando los históricos astilleros de Londres y su principal enclave industrial histórico para sustituirlo por un parque de oficinas, el nuevo centro financiero de Canary Wharf. Un nuevo modelo económico en el que se multiplicaban los directivos y profesionales bien pagados, pero también un proletariado del sector servicios sometido a una precariedad extrema, una sociedad cada vez más dualizada, término que empezó a popularizarse en este contexto.

Uno de las bases del nuevo modelo fue la desregulación del sistema financiero, que había estado rigurosamente controlado por el estado desde 1930. A partir de la crisis de 1973 la presión para la desregulación financiera ganó fuerza y para la segunda mitad de los ochenta era un hecho. La desregulación y la innovación financiera se convirtieron en ese momento en una condición de supervivencia para cualquier centro financiero mundial dentro de un sistema global altamente integrado, resultando además fundamental para incentivar el endeudamiento a través de formulas para la financiación de viviendas y créditos para el consumo, al mismo tiempo que crecían los nuevos mercados de acciones, divisas o futuros de deuda. La consecuencia ha sido una economía sometida a ciclos cortos cada vez más violentos y muy vinculados a los vaivenes del mercado inmobiliario. Así, el ciclo hiperespeculativo de la segunda mitad de los ochenta acabaría con el estallido de la burbuja inmobiliario financiera de EEUU, Reino Unido y Japón en 1990, que en este último país daría lugar a la que se conoce como década perdida. En España el estallido se prorrogó un poco más, gracias a los macreventos de 1992 que permitieron seguir canalizando inversiones especulativas en el mercado inmobiliario y creando oportunidades de inversión a través de la creación de las grandes infraestructuras que requerían eventos como la Exposición Universal o las Olimpiadas de Barcelona. Tras esto, un periodo de estancamiento y vuelta a empezar en 1997 y hasta el nuevo estallido, infinitamente más violento, 10 años después. De esta forma, la actual crisis encuentra su detonante precisamente en los disparatados productos financieros desarrollados para permitir que el endeudamiento familiar de los estadounidenses, contra toda razón, siguiera incrementándose. Un dato que evidencia la necesidad de seguir ampliando mercado y seguir firmando hipotecas para que los precios siguieran subiendo y no explotase la enorme burbuja de especulación y deuda que se había conformado en los tres lustros anteriores.

Quizás la interpretación de la crisis como una crisis esencialmente urbana y de la vivienda no sea válida para todos los países, pero al menos resulta evidente en los casos de algunas de las economías más importantes del mundo, como Reino Unido o EEUU, o de algunas de las economías que han sufrido el hundimiento más acelerado desde 2007 como Grecia, Irlanda o España. Actualmente, los países que están en una mejor situación son precisamente aquellos que han desarrollado una economía productiva en el contexto postfordista y que, en la última década, han llegado a desarrollar un cierto mercado interno. No obstante, los efectos sobre la economía mundial del hundimiento del consumo en los países occidentales no pasan desapercibidos para nadie. De poco sirve que ciertos países mantengan una poderosa economía productiva si sus principales clientes no pueden seguir comprándoles.

En definitiva, resulta evidente que los salarios indirectos que pagaba el Estado, y que lo hacían deficitario, y la seguridad y estabilidad laboral, fruto del poder de los sindicatos y de la negociación colectiva, han venido siendo sustituidos en occidente por créditos e hipotecas, por un terrible endeudamiento familiar que ha permitido hasta ahora el continuo incremento del consumo, los precios y las plusvalías. Así que, esta es, de nuevo, una crisis de los instrumentos dispuestos para evitar la crisis de sobreproducción. Y lo peor de todo es que dentro del discurso hegemónico no se atisba ninguna esperanza más allá de poder repetir en un futuro próximo otro violento ciclo especulativo que nos lleve a una crisis aún mayor. Visto esto, deberíamos estar pensando en cómo acabar con este sistema antes de que él acabe con nosotros.

Entrevista con David Harvey

¿Y si fuera una crisis de sobreproducción? (PARTE I)

¿Y si fuera una crisis de sobreproducción? (PARTE I)

En los últimos años he oído hablar de que la causa de la crisis es el sistema financiero, las hipotecas basura, la codicia de los mercados, la mala gestión de los políticos y las instituciones reguladoras, etcétera, etcétera. Probablemente todas esta tienen parte de razón, algunas bastante más que otras. Sin embargo, como decía hace algún tiempo David Harvey, parece que lo último que se les ha pasado por la cabeza a la mayor parte de economistas y/u opinadores profesionales es que la causa de la crisis sea el propio sistema, que se trate de una crisis estructural. También hace años, alguien preguntó en un grupo de discusión en el que participaba si la crisis que entonces empezaba a vislumbrarse era una típica crisis de producción. Entonces consideraba que sí, y es una opinión que sigo manteniendo.

La teoría clásica de la crisis

En la teoría marxista clásica las crisis capitalistas tienen su origen en empresas que no encuentran mercado para su producción, sobreproducción por lo tanto que tiende a coexistir con una situación de desempleo, que no es en conjunto sino capital y fuerza de trabajo (otro tipo de capital) que no encuentran oportunidades para ser invertidos y generar beneficios. Esto no quiere decir que no haya escasez. La sobreproducción implica excedentes de mercancías y las mercancías no se dirigen a cubrir las necesidades humanas sino la demanda solvente. Así, podemos encontrar un stock de mercancías, por ejemplo mercancía-vivienda, que no encuentra salida al mercado y por lo tanto se acumula sin ser utilizado. ¿A alguien le suena esto? En este país hay 3.5 millones de viviendas vacías y, sin embargo, en un contexto de destrucción de empleo, miles de familias encuentran problemas para solucionar una necesidad tan básica como es la de tener un techo.

La causa de que el sistema capitalista tienda a desembocar en este tipo de crisis es que, tras un periodo de expansión, la diferencia entre la capacidad de producción y la demanda solvente se hace cada vez más profunda, así que la demanda cae, los precios se estancan y bajan, caen las ganancias, las empresas quiebran y los trabajadores se quedan en el paro. Así que, para enfrentarse a la crisis o para evitarlas, hay que crear oportunidades donde invertir capital y mano de obra y/o incrementar la demanda solvente. Ambas cosas están íntimamente relacionadas, dado que si se destruyen puestos de trabajo, la demanda solvente se reduce y viceversa.

Así las cosas, diría que las últimas crisis del capitalismo global, desde la década de los setenta, han sido crisis de las soluciones para evitar la crisis de sobreproducción. Estas soluciones han sido, primero, la intervención del Estado sobre la economía y, segundo, la liberalización del sistema financiero y la creación de complejos sistemas de deuda. En ambos casos la cuestión de la vivienda y la urbanización en general han jugado un papel fundamental y esta última es una idea que tomo directamente de David Harvey.

La solución estatal

Vamos con la crisis de los setenta. Esta fue una crisis del sistema de regulación fordista-keynesiano, que se habría desarrollado a su vez como respuesta a la terrible crisis del 29 y a la depresión de los años 30 del siglo XX. El problema era alcanzar un conjunto de estrategias que pudieran estabilizar el capitalismo en las cuales la intervención del Estado, frente al liberalismo predominante con anterioridad, iba a jugar un papel crucial. Frente a la crisis de sobreproducción Keynes propugnaba la intromisión del Estado en la gestión de la relación entre las fuerzas de trabajo y acumulación del capital. El principal problema a solucionar era mantener el poder adquisitivo, distribuir salario y renta para conseguir un alto nivel de consumo y la salida de la crisis. Tras una crisis de la actividad en la que economía se estanca, la única forma de salir del circulo vicioso de “reducción del consumo=reducción de la producción=desempleo= reducción del consumo” es incrementar el consumo mediante la intervención del Estado en la economía.

En este periodo el Estado asumió varias obligaciones. En la media en que la producción en masa fordista (que ya venía desarrollándose antes de la crisis, pero que alcanza su madurez tras la IIGM) exigía fuertes inversiones en infraestructuras y necesitaba a su vez condiciones de demanda relativamente estables para ser rentable. Así, durante el período de posguerra el Estado trató de dominar los ciclos de los negocios por medio de una mezcla apropiada de políticas fiscales y monetarias. Estas políticas estaban dirigidas hacia aquellas áreas de inversión pública (transporte, servicios públicos, etc.) que eran vitales para el crecimiento de la producción y del consumo masivo, y que también garantizarían el pleno empleo. Los gobiernos también se dedicaron apuntalar fuertemente el salario indirecto a través de desembolsos destinados a la seguridad social, al cuidado de la salud, la educación, la vivienda y cuestiones semejantes. Además, el poder estatal afectaba, de manera directa o indirecta, los acuerdos salariales y los derechos de los trabajadores. Esta fue base para el prolongado boom de posguerra, en el que los países capitalistas avanzados alcanzaron fuertes tasas de crecimiento económico, se elevaron los niveles de vida y se frenaron las tendencias a la crisis.

Un elemento al que Harvey concede un gran peso en esta ola de expansión es el crecimiento urbano y, para el caso anglosajón, la suburbanización. El auge de los espacios residenciales suburbanos, se produce en EEUU y RU especialmente tras la IIGM. Este modelo de urbanización se basaba en la compra de viviendas en propiedad y la construcción de zonas residenciales de bajas densidades, dando lugar a un inmenso mercado del suelo y la vivienda, además del desarrollo de potentes sistemas de crédito a las familias. Además otros aspectos fundamentales de la misma era el automóvil privado como solución primordial al desplazamiento y la construcción de autopistas. Así que los crecientes capitales y la mano de obra eran absorbidos por la fábrica fordista, pero también por la construcción de grandes infraestructuras y por la construcción y reconstrucción de ciudad. En la Europa continental, la suburbanización tiene un peso menor y su desarrollo es más tardío, de hecho su verdadero auge comienza a partir de la década de los setenta. No obstante, el mismo papel que juegan los suburbios en el caso estadounidense, lo juegan los barrios funcionalistas promovidos por el sector público y la intensa renovación urbana de los centros urbanos, tan necesaria en una Europa castigada por la guerra.

No obstante, este modelo colapsaría en los años setenta, cuando empezaron a aflorar los problemas de rigidez de la industria de tipo fordista, basada en inversiones a largo plazo y a gran escala, que daba por supuesto el crecimiento estable del consumo. Surgieron también problemas de rigideces en los mercados de la fuerza de trabajo y todo intento de superar estas rigideces chocaba con la fuerza de los sindicatos y de la clase obrera organizada en general, poco dispuesta a ceder la estabilidad y el nivel de vida que había alcanzado en las décadas anteriores. En este contexto, la competencia de los nuevos países industrializados empezaba a hacer mella en la industria occidental. Además, las rigideces de los compromisos estatales también se agravaron cuando el gasto en salarios indirectos (seguridad social, pensiones, sanidad,…) creció por la presión de mantener una cierta legitimidad en el contexto de recesión. Ante esta situación, el único instrumento con capacidad de dar una respuesta flexible era la política monetaria, por su capacidad de imprimir moneda cuando hacía falta para mantener la estabilidad de la economía. Y de este modo comenzó la ola inflacionaria que pondría fin al boom de la posguerra cuyos hitos fundamentales para Harvey (ver Breve historia del neoliberalismo, editado por AKAL) fueron las quiebras de Reino Unido y de Nueva York.

¿Y si fuera una crisis de sobreproducción? (PARTE II)

Ocupación y vivienda. Distopía y utopía.

El pasado jueves 17 se anunció que un grupo de familias había ocupado un edificio de viviendas de reciente construcción, abandonado desde hacía tres años. Actualmente son 32 las familias que ocupan el inmueble situado al norte de la ciudad de Sevilla. La acción ha estado apoyada por la asamblea de base del distrito Macarena y la comisión de vivienda del 15M.

Los ocupantes del inmueble responden a un perfil de familias jóvenes de clase humilde, con hijos, inmigrantes extranjeros y autóctonos, con sobrerrepresentación de mujeres y de trabajadores de la construcción y la limpieza. En general representantes de los grupos sociales que más están padeciendo el contexto actual de crisis, con tasas de paro disparatadas que han afectado, en primera instancia y principalmente, a trabajadores manuales de cualificación media y baja, un colectivo que ha dependido hasta hace muy poco de la construcción como principal fuente de trabajo. Tampoco es casual que la mayoría de las familias procedan del distrito Macarena, un conjunto de barrios obreros que conforman el sector urbano de la ciudad con la mayor concentración de ejecuciones hipotecarias en el último año.

La cara b del desempleo es la acuciante problemática con la vivienda, que en Sevilla puede adquirir en breve una dimensión de crisis social grave y los protagonistas de la acción son un vivo muestrario de las distintas facetas de esta situación. Dentro del amplio grupo humano hay una mayoría de familias desahuciadas o en inminente amenaza de desalojo por el impago de su hipoteca. También familias que, en situación de desempleo, no pueden seguir manteniendo el pago de su alquiler y acumulan impagos. Asimismo, en el bloque ocupado encontramos un buen número de familias que han sido desahuciadas de viviendas subvencionadas, ese mercado paralelo que desarrollaba la administración, pero también de alquileres propiedad de empresas públicas de vivienda, léase EMVISESA. Una realidad masiva que, en gran medida, está siendo absorbida por el conocido colchón social-familiar, pero que si falla puede llevar, como en el caso de algunos de los ocupantes, a que una mujer trabajadora se encuentre con sus hijos menores en la calle y pidiendo espacio en el minúsculo albergue municipal. No creo que sea controvertido anunciar que el colchón social tiene límites que estamos empezando a ver.

El problema de la vivienda no es nuevo, ha sido el mismo desde hace más de cien años. La vivienda no recibe, ni por parte de la administración ni, lógicamente, por parte del mercado, un tratamiento como necesidad y derecho, sino el trato de una mercancía. Una mercancía, por definición, no responde a las necesidades de la población, sino a una demanda solvente, y un producto que funcione en el mercado, por lógica, ha de ser escaso para que puedan funcionar las fuerzas de la oferta y la demanda. El sobredimensionamiento y la especulación con este mercado, que ha corrido paralela a la desaparición de cualquier vestigio de política pública social con respecto a la cuestión, nos ha conducido a la catastrófica situación actual. Una de sus realidades son estas personas, familias que ya no son demanda solvente y que cargan en muchos casos con deudas fruto de la sobrevalorización especulativa de los activos inmobiliarios en el ilusorio periodo de bonanza anterior.

La ocupación ha sido históricamente una herramienta del movimiento obrero y, de forma más amplia, una herramienta contra la distribución desigual e injusta de bienes necesarios. De tal forma que esta ha sido una acción directa que ha funcionado en contextos muy diferentes con respecto a la cuestión del alojamiento. En el pasado de Sevilla y en la actualidad de las periferias de las grandes ciudades de países subdesarrollados o en vías de desarrollo, se ocupaba el suelo y las familias construyen sus propias viviendas apoyadas en sólidas redes sociales. El sobredimensionamiento del parque de viviendas de la ciudad, con no menos de cien mil viviendas vacías en el área metropolitana, hace que la forma lógica de satisfacer la necesidad de techo sea la ocupación. La acumulación de viviendas en manos de bancos y cajas, viviendas que han sido adquiridas tras desalojar familias y dejarlas en la calle, viviendas que luego son dejadas vacías ante la ausencia de demanda solvente, legitima a ojos de la sociedad la ocupación de las mismas.

La novicia consejera de Fomento y Vivienda anunció en su momento que evitaría en la medida de sus posibilidades que ninguna familia más fuera desahuciada por no poder hacer frente a su hipoteca. Pues bien, diariamente está habiendo desahucios y los seguirá habiendo. Pero es que también se están produciendo ocupaciones de viviendas previamente desahuciadas y las seguirá habiendo. En este sentido, esta acción presenta en la cara de los políticos una realidad de forma en que no puedan obviarla, en que no puedan mirar a otro lado. Así que, ¿qué van a hacer los diferentes niveles de la administración con respecto a esta cuestión? Lo que está claro es que la gente que está pasando necesidad no puede esperar a que el gobierno solucione sus problemas. Actualmente, para estos perfiles, la administración solo hace acto de presencia para negarles la tarjeta sanitaria o para defender el derecho a la propiedad de bancos y cajas desalojando sus casas con amplios despliegues policiales. Hacer las cosas al margen de un mercado que nos expulsa y un gobierno que solo se preocupa de apoyar a la oligarquía financiera puede ser utópico, pero el caso es que ya caminamos por una senda distópica en la que no tiene sentido seguir. Por lo tanto, habrá más ocupaciones.

No cotices y te llamarán ladrón, evade millones y serás un hombre de negocios

“La tarjeta sanitaria le corresponde a los españoles” Ana Mato, ministra de Sanidad.

Se sabe que una medida es populista cuando se escucha a un político repetir la misma sandez, con el mismo grado de incoherencia, que se ha escuchado muchas veces en la cola del autobus o en la barra de un bar. Me refiero a la justificación que se ha dado a propósito de la retirada de la tarjeta sanitaria a los inmigrantes indocumentados. Una medida que, no me cabe duda, persigue el efecto de generar simpatías entre una buena parte de la población que practíca el muy humano deporte de echar la culpa de los problemas y las dificultades a los más desgraciados. Desde luego, de entre las multiples medidas de austeridad que se han tomado en los últimos meses, el reducir la demanda de las consultas médicas para saturar las urgencias me parece de las menos eficientes.

El caso es que gran parte de los nacidos en los límites del Estado español verán con muy buenos ojos la medida. Al fin y al cabo, y como ha defendido el gobierno, una persona que no cotiza en la seguridad social, como es un inmigrante ilegal, no puede tener derecho a nuestro sistema sanitario. Pero el caso es que los inmigrantes ilegales han sido y, si tienen mucha suerte, siguen siendo trabajadores cuyos empleadores si que pagan impuestos. Trabajo negro que, como cualquiera sabe, es una pieza fundamental de nuestro sistema económico y la norma en determinados subsectores. Porque si los inmigrantes no contribuyen tampoco lo hacen los trabajadores nativos de la enorme economía sumergida que existe en este país, y que va a crecer en el futuro, no quepa duda. Así que supongo que el problema de nuestro sistema sanitario es el inmigrante ilegal africano que, por falta de trabajo, no puede ganarse la vida de otra forma que vendiendo clinex y que se atreve a acudir a la sanidad pública cuando está enfermo. Pero aquí también podríamos incluir a los parados que han acabado su prestación (y que no son pocos) o incluso de los jóvenes que no han trabajado y que no tienen perspectivas de hacerlo, dadas las circunstancias. Esos tampoco contribuyen.

No obstante, si hablamos de no pagar impuestos y de no cotizar, deberíamos atender también a los seiscientos y pico millones de euros que deben los equipos de futbol a la seguridad social. Pero claro, a los grandes evasores se les pone un puente de plata. No en balde, al mismo tiempo que se les quita el derecho a la asistencia médica a los no cotizantes se dicta una anmistia fiscal para los grandes evasores. No cotices y te llamarán ladrón, evade millones y seras un hombre de negocios. Ahora podemos estar satisfechos, y espero al menos no tener que escuchar más a nadie quejarse de los inmigrantes que saturan la consulta del médico.