Políticas del lugar. Empresarialismo urbano y rentas de monopolio.

Dentro del marco general de su materialismo histórico-geográfico, en el libro Espacios del Capital, David Harvey profundiza en algunos aspectos, ya introducidos en otras obras, referentes a la renovada importancia económica y política de lo local y del lugar en el capitalismo posterior a la crisis de los setenta. Por un lado retoma la cuestión de las nuevas políticas urbanas y, en concreto, el concepto de gobernanza y el paradigma de la ciudad emprendedora, aparentemente desideologizados y asumidos de forma acrítica desde la segunda mitad de los ochenta por los políticos de distintas geografías e ideologías. Por otro lado el concepto de rentas de monopolio, en una nueva apuesta por analizar el giro cultural desde una perspectiva estructuralista. Ambos conceptos, ciudad emprendedora y rentas de monopolio apuntan a la revalorización de lugar en el contexto postfordista. El primer término refleja como ciertos tipos de actividad económica están fuertemente localizados y como las características de lo local son tremendamente importantes en el contexto neoliberal de competición feroz por los recursos. El segundo apunta como la lógica de acumulación del capital tiene modos de apropiarse y extraer los excedentes producidos por las variaciones culturales geográficas, sea cual sea el origen.

El paradigma de la ciudad emprendedora

El interés de las nuevas políticas urbanas y el nuevo significado de la ciudad en el capitalismo posterior a la crisis de los años setenta es uno de los grandes temas de Harvey, especialmente a partir del cierto quiebro que se produce en su obra con el libro La Condición de la Postmodernidad. Si bien la cuestión de la gobernanza, como una forma de gobierno local con dimensión estratégica en la que cooperan todo un conjunto de agentes públicos y privados, es un tema tratado por diferentes autores (los trabajos de los geógrafos Bob Jessop y Peter Hall son recomendables en este sentido), la particularidad de Harvey quizás sea su posicionamiento inequívocamente crítico y la asociación que realiza de estas fórmulas con los intereses de acumulación de capital. Esto frente a otros autores, a menudo declaradamente de izquierdas, que se empeñan en ver en la nueva gobernanza la búsqueda de fórmulas de gestión de la ciudad más democráticas a la vez que eficientes.

Existe consenso en situar el origen de este cambio de orientación en las políticas locales de la segunda mitad de los ochenta y en vincularlo al declive del régimen de acumulación fordista-keynesiano. Para Harvey la crisis fiscal de muchas grandes ciudades occidentales en los setenta (generalmente utiliza el ejemplo de la quiebra de Nueva York) permitió que a mediados de los ochenta existiera un consenso a propósito de que las administraciones debían ser muchos más innovadoras y emprendedoras. Esto habría implicado el paso de una lógica de administración de impuestos locales y acción redistributiva mediante servicios públicos y subsidios al paradigma de la ciudad emprendedora. Como resulta evidente, este cambio de la política pública es el resultado de la progresiva implantación de la hegemonía del pensamiento político neoliberal. Así, la profundización en una economía globalizada y sin barreras generaría un marco de competición entre las ciudades por conseguir recursos, trabajo y capital. Las ciudades lucharían entre sí por mejorar su posición en la división internacional del trabajo y del consumo generando infraestructuras, eventos, espectáculos, imágenes de marca, etcétera. Todo esto, por lo general, a cargo inversiones con un importante peso del capital público (instrumentalizado para asumir la mayor parte de los riesgos) donde los beneficios irían a parar en gran medida a manos privadas.

Harvey desarrolla tres proposiciones generales sobre lo que (en la edición española de Akal) se denomina “empresarialismo urbano”, como patrón de comportamiento predominante en la nueva gobernanza urbana. En primer lugar, tendría como pieza central la noción de paternariado público-privado, que representarían el tránsito de un gobierno local que pasa de cumplir una función de redistribución de la riqueza (en el marco fordista-keynesiano) a ser promotor y soporte de los emprendimientos privados. En segundo lugar, señala la dimensión consustancialmente especulativa de los proyectos diseñados desde este tipo de políticas “estratégicas” (recordemos los muchos estadios olímpicos infrautilizados) en contraposición a la racionalización y planificación en la construcción de ciudad. Por último, Harvey señala como estas políticas tienden a centrarse en el lugar en vez de en el territorio. El territorio sería el ámbito de la planificación racional, mientras que en los proyectos estratégicos del urbanismo emprendedor, se tiende a la construcción de lugares (centros cívicos, museos, plaza) confiando en un efecto sobre el entorno que es muy cuestionable en la escala territorial.

Rentas de monopolio y capital simbólico colectivo

En el libro Urbanismo y Desigualdad Social, en la década de los setenta, Harvey comenzaba a tratar la cuestión de la renta urbana, que posteriormente desarrollaría en sus obras más estructuralistas, The Limits to Capital y The Urbanization of Capital. En el primer texto mencionado, siguiendo a Marx, Harvey diferenciaba renta de monopolio y renta absoluta, ganancias obtenidas por los propietarios del suelo como compensación por el control de ciertas porciones del espacio. En el primer tipo, la existencia de precios monopolistas de la producción generaría la renta, mientras que en la segunda, sería la renta la que permitía generar dichos precios monopolistas. Sin embargo, en el más reciente Espacios del Capital, Harvey pasa a hablar exclusivamente de rentas de monopolio, como ganancias suplementarias permitidas por el control en exclusiva de un artículo único e irreproducible, es decir por el monopolio sobre dicho artículo. Estas ganancias suplementarias se producirían a su vez en dos situaciones, equiparable a los dos tipos de renta anteriormente mencionados. La primera, cuando el rentista controla un recurso (por ejemplo, el suelo) que en relación con una actividad económica genera ganancias extraordinarias (Harvey pone el ejemplo de cierto viñedos asociados a ciertas comarcas). La segunda, cuando se comercializa el suelo o recurso (un cuadro, por ejemplo) directamente con un valor suplementario en base a su singularidad o emplazamiento generando ganancias especulativas. En base a esta cuestión el autor explica desde el punto de vista de la producción la mercantilización de la cultura y del lugar (como depositario por excelencia de la cultura, pensemos en los centros históricos), precisamente lo que otros muchos autores tratan desde el punto de vista del consumo, utilizando a Bourdieu, y refiriendo la categoría de capital cultural en su versión de acopio de bienes que garantizan la distinción y el buen gusto, entre los cuales uno de los más relevantes es la vivienda y su localización, por su puesto. De esta forma, las reivindicaciones de singularidad, autenticidad, particularidad y especialidad determinarían la capacidad para captar rentas de monopolio y un terreno óptimo para ello serían los entornos sociales y culturales construidos.

La búsqueda de rentas de monopolio y el incremento del capital simbólico colectivo de la ciudad sería una de las estrategias clave del empresarialismo urbano. Los proyectos de creación de lugares, con elevado carácter especulativo y con un fuerte peso del capital inmobiliario, se dirigirían en gran medida a generar este tipo de rentas. En su búsqueda de beneficios, el capitalismo buscaría generar rentas de monopolio en lugares específicos, basándose en las virtudes geográficas (físicas y humanas), en la especifidad de una mercancía (mercancía-lugar) certificada por un nombre o marca. Pensemos en los ejemplos del barrio del Pelourinho en Bahía, Condesa en México DF o el esperpéntico Palermo Hollywood, en la que el nombre de un barrio (a veces travestido) se transforma en marca comercial. Esta oleada fetichizadora de las culturas locales encuentra pocos límites. Así, la marginalidad o el carácter contracultural de determinados estilos de vida y significados estéticos locales (los gitanos de Jeréz, las comunidades negras de Nueva Orleans o los gays de San Francisco) pueden acaban siendo las mejores oportunidades de mercantilización del lugar y comercialización de la cultural. Este tipo de comunidades arraigadas en el espacio produciría lo que Harvey, siguiendo de nuevo a Bourdieu, refiere como “capital simbólico colectivo”, que proporciona una marca distintiva vinculada al lugar, al barrio y o a la ciudad, susceptible de atraer flujos de capital.

Sin embargo, esto no se encuentra exento de contradicciones y: “cuanto más comercializables se vuelven dichos artículos, menos singulares y especiales parecen. En algunos casos, la propia comercialización tiende a destruir las cualidades singulares…en la medida en que dichos artículos o acontecimentos son fácilmente comericalizables (y están sujetos a reproducción mediante falsificación, imitación o simulacros), menos base ofrecen para la renta de monopolio” (p. 419). Es por esto que, a menudo, cuando visitamos el viejo barrio histórico rehabilitado y mercantilizado, para el cual se reivindica precisamente la mayor singularidad y autenticidad, si rascamos un poco

El concepto de clase social en Marx

Sorprenderá a algunos el hecho de que, a pesar de la enorme importancia del concepto en la teoría marxista, no existan textos ni del propio Marx ni de Engels centrados en la cuestión de la estratificación social en clases aunque esta esté de una forma u otra presente en casi todas sus aportaciones. En ninguno de sus escritos encontramos una definición operativa de clase social y, de hecho, el propio concepto en diferentes escritos puede tener significados algo diversos. La definición de clase social de Marx habría de haber estado recogida en el volumen tercero de El Capital, y de hecho, en este volumen, en su último capítulo, encontramos algunas breves notas recogidas por Engels de lo que debería haber sido un capítulo centrado en tal cuestión. No obstante, han sido varios los autores marxistas que en el siglo XX han tratado de “imaginar” lo que podría haber sido ese capítulo, de diseccionar la concepción de Marx sobre la estructura de clases, entre los que destacaría al francés Touraine y al polaco Ossowski.

El concepto de clase social no fue inventado por Marx, pero quizás fue el primero que lo introdujo en un marco sociológico amplio y es indudable que el marxismo ha tenido mucho que ver en la difusión del concepto, a pesar de que este no fuese desconocido para autores anteriores como Adam Smith o Saint Simon. La concepción de la clase social de hecho puede ser muy variada y la marxista es bastante particular, aunque incluso gran parte del marxismo del siglo XX lo haya ignorado intencionada o inintencionadamente. Las clases sociales de Marx estarían asentadas en criterios económicos y tendrían un carácter relacional (por oposición a la clasificación relacional, que diferencia clases bajas, medias, altas, media-alta, etcétera), esto quiere decir que existirían relaciones de dependencia entre las distintas clases sociales dentro de la estructura y, de hecho, unas se definirían por contraposición a otras. Así, es bien conocida la clasificación en clases en relación a los medios de producción. Marx advierte en El Capital sobre confundir el concepto “moderno” de clase social con el monto de ingresos o con la ocupación, algo que ha sido muy común a lo largo del siglo XX. Por el contrario, la sociedad se dividiría en base a la propiedad o no de los medios de producción. Es decir, en la burguesía propietaria y en el proletariado que solo posee su fuerza de trabajo, lo que implicaría una relación de opresión y de explotación de la primera hacia la segunda. Estas dos clases serían los productos sociales del capitalismo en un esquema dicotómico que gira en torno a su antagonismo y a la explotación de una por la otra.

Existen otras clases o capas sociales o fracciones de clase en los diferentes textos de Marx. No obstante, las dos mencionadas serían las dos únicas clases en sentido pleno en el capitalismo, precisamente por su significación política. Los campesinos o la nobleza serían resquicios de antiguos sistemas de clase condenados a una irremediable decadencia, destinados a desaparecer conforme la sociedad se desarrollase, lo que conduciría a la polarización entre el proletariado y la burguesía. El famoso lumpen proletariado, por su parte, no sería una clase sino un estrato claramente diferenciado del proletariado industrial. Los terratenientes por su parte, a veces aparecen como clase social independiente (concretamente en El Capital) y otras como un estrato de la burguesía.

Uno de los elementos más problemáticos a este respecto es el papel de las clases medias o las clases intermedias. A este grupo hace referencia Marx en varios textos, alguna vez incluyendo a profesionales liberales, pero más comúnmente limitándolas o bien a la pequeña burguesía o bien a esta en combinación con pequeños capitalistas con pocos asalariados que trabajan con sus propios medios de producción (por ejemplo muchos artesanos). Esta clase media sería una franja fronteriza y su importancia política estaría limitada, precisamente porque en contextos revolucionarios o de lucha de clases tendería a alinearse con una de las dos clases fundamentales y antagónicas. Ahora bien, la burguesía y el proletariado serían las únicas clases sociales en sentido pleno. Y esto se debería a la existencia de una conciencia de clase, a la conciencia de los intereses comunes del grupo y del antagonismo con respecto de los intereses del otro. Realidad que sería el motor del cambio social que anunciaba el manifiesto comunista. De hecho los individuos no constituirían una verdadera clase sin conciencia de sus intereses y sin sostener una lucha común contra otra clase.

Aquí se encuentra el núcleo de la diferencia entre el concepto de clase de Marx y los conceptos que a veces son despreciados como “sociológicos” por los marxistas, lo cual no puede negar su utilidad a la hora de explicar la realidad contemporánea. Esta realidad social ha cambiado y ha cambiado mucho la estructura social, siendo uno de los elementos más relevantes el crecimiento de la importancia de las clases medias, tanto en la realidad como sobretodo en el discurso, pero también el debilitamiento de la conciencia de clase entre el denominado proletariado. En este sentido, el principal error que podría achacarse a Marx es la predicción de la progresiva polarización social entre burguesía y el proletariado en los países más desarrollados que no parece haberse cumplido en el devenir histórico del siglo XX. No obstante, habría que reconsiderar esto, en el sentido de que la interpretación dicotómica de Marx sobre las clases era en su momento una proposición estratégica, una apuesta política, si se quiere, por la lucha entre el proletariado industrial y la burguesía y por la victoria del primero como la formula que podría dar lugar a una sociedad más justa e igualitaria (en cierto sentido, el discurso tan popular recientemente de “somos el 99%” frente a la élite social o la clase dominante, personificada en una burguesía moderna asociada al sector financiero, es una estrategia en el mismo sentido, algo optimista quizás). Es importante tener en cuenta la dimensión política e ideológica del concepto de clase social, tanto como el hecho de que el actual énfasis en las clases medias también responde a una estrategia política y a unos intereses de defensa del status quo, además de ser una pieza clave de la ideología dominante. Más allá de la realidad de la posición en la producción y de la comprobación estadística, las clases sociales son un elemento fundamental en la lucha ideológica, algo que entendía Marx en su contexto y que entienden perfectamente hoy las fuerzas defensoras de los privilegios de clase. En el caso de Marx, la clase obrera cubría la necesidad de un sujeto histórico que protagonizase el cambio revolucionario, una hipótesis que solo podía demostrarse en la práctica política. En el caso de la ideología neoliberal hoy, la clase media supon un discurso de legitimación del sistema y de las diferencias sociales.

Comentarios al libro Chavs de Owen Jones

chavsEl tema es bien conocido y realmente importante en la sociedad británica (y en el conjunto de Europa occidental), el desprecio a los pobres o, simplemente, a los trabajadores manuales en el marco de la opulenta sociedad de servicios. Reino Unido es una sociedad rica y al mismo tiempo muy desigual. En un contexto de crecimiento económico y de promoción social de una parte de la población, como podrían haber sido las dos últimas décadas, al menos hasta la más reciente crisis económica, es relativamente fácil difundir el discurso según el cual la posición socioeconómica de una persona responde exclusivamente a sus propios méritos. Esta es la pieza fundamental de la retórica neoliberal respecto de la estructura social. En base a ella los pobres deben su condición a la vagancia y a la falta de ambición y en última instancia son merecedores de ella, al igual que los privilegios de los ricos son los frutos de un arduo trabajo. Como consecuencia, las ayudas sociales solo sirven para generar vagos y parásitos sociales.

Para el que conozca algo de la sociedad británica, puede resultar pasmoso el eco que encuentra el discurso que acusa a aquellos que reciben subsidios de algún tipo de no querer trabajar. El tópico más común y extendido es que los numerosos embarazos adolescentes y la elevada tasa de natalidad entre las clases populares del Reino Unido son una función de las ayudas del Estado. La utilidad de este discurso ideológico parece obvia, la justificación de las desigualdades y el ataque a las políticas sociales, que vienen siendo desmanteladas desde finales de la década de los setenta por los defensores del libre mercado. Defender esta posición, aunque sea de una forma más refinada, requiere ignorar cualquier aspecto estructural y obviar cuestiones que son de sentido común, como la existencia de procesos de reproducción social, de una estructura sociolaboral y de salarios desigual, de un paro estructural, etcétera, etcétera. A esto se dedica gran parte del libro de Jones a señalar las causas materiales de la desigualdad y, especialmente, las raíces del declive de gran parte de la clase obrera en el forzado tránsito a la economía postfordista con el tacherismo y la destrucción de empleos industriales, solo compensada parcialmente por la creación de empleos precarios en el sector servicios.

La estigmatización de las clases bajas está lejos de ser una novedad y los argumentos darwinistas de la burguesía del siglo XIX tienen motivaciones similares al discurso que hoy abraza con alegría una clase media amplia. Las clases acomodadas tienden a defender el status quo y buscan justificar su posición privilegiada en la estructura social, ignorando la diferencia de oportunidades y la naturaleza injusta de la sociedad de clases. Lo que sí es realmente novedoso es el hecho señalado por el autor de que, en el contexto británico, este odio contra los pobres pueda convivir con un comportamiento exquisitamente progresista respecto de las cuestiones de género, sexualidad o raza. Y este parece ser otro de los grandes caballos de batalla del autor, poner de relieve la importancia de las cuestiones de clase y de las desigualdades socioeconómicas, aspectos ignorados no solo en el ámbito académico, sino también en el conjunto de la izquierda (y no solo en el partido laborista que tanto cita el autor), replegada desde los setenta sobre las problemáticas culturales e identitarias, campos de batalla en los que los liberales contemporáneos se sienten realmente cómodos. Una situación que habría conducido a una crisis de representación de la clase obrera y, a su vez, al cada vez más pronunciado hundimiento de los partidos socialdemócratas, que han abandonado a su suerte a las que otrora fueran sus bases electorales.