¿Es posible un centro social autogestionado en un barrio obrero?

La pregunta anterior queda excesivamente abierta si no especificamos que hablamos de Sevilla en la actualidad. En otros momentos ha sido más frecuente que lo que podríamos denominar “trabajo territorial” o los espacios políticos alternativos se localizasen en sectores periféricos. Esto podría ser cierto con las asociaciones de vecinos en los setenta y primeros ochenta o incluso más adelante, cuando polígonos de vivienda obrera como San Diego o Parque Alcosa eran los principales referentes del activismo urbano en Sevilla (quedan muchos de estos espacios en la ciudad, con menor o mayor grado de vitalidad). Sin embargo, desde bien entrada la década de los años noventa hasta la actualidad, pareciese que el activismo urbano solo fuese posible en el centro de la ciudad, en los viejos barrios bohemios hoy gentrificados y propios de una clase media profesional y progresista.

La anterior pregunta cobra aún otra dimensión ante el cierre en este mes de octubre del centro social La Soleá. Este no deja de ser un hecho relevante, en la medida en que supone un cierre (uno de muchos, pero que también tiene su relevancia) del ciclo de luchas que se inició en mayo del 2011. El centro social La Soleá fue el producto material más notorio de la asamblea del 15M San Pablo, en el polígono de viviendas sociales de igual nombre y que previsiblemente cerrará con el centro social. Esta era la última asamblea del 15M que seguía activa en la ciudad, aproximadamente seis años después de que se creasen de forma multitudinaria en muchos barrios de Sevilla.

El 15M abrió la posibilidad a que se renovara en algunos casos o se creara en otros un trabajo territorial en muchos barrios de la ciudad, fuera del casco norte donde había predominado este tipo de activismo durante la primera década del siglo XX (con frutos muy notables, por otra parte). El movimiento de vivienda consolidó esta especie de proletarización de los movimientos de la ciudad, con el conocido episodio de Las Corralas, protagonizado mayoritariamente por mujeres de clases populares. Por otro lado, el reflujo político de los últimos años ha conducido a que el activismo urbano y los centros sociales estén probablemente más ceñidos que nunca a los barrios bohemios y de clase medio del centro de la ciudad. El cierre de La Soleá confirma esta tendencia.

Un centro social en un barrio obrero es posible, aunque, con las actuales tasas de desempleo y marginalidad, debería orientar sus actividades en mayor medida a la satisfacción de las necesidades materiales de la población. No es de extrañar que la única actividad de La Soleá que consiguiera cuajar y que siguiese llevando semanalmente un grupo numeroso de personas, muchas del barrio, fuese la oficina de asesoría sobre vivienda (que seguirá en el centro social de la Asociación Pro-Derechos Humanos de Andalucía). La última vez que estuve allí me sorprendió la cantidad de niños que venían acompañando a sus madres, a menudo ocupantes irregulares de viviendas. Actividades como algunas horas de guardería o ayudas escolares hubieran sido muy bienvenidas. El hecho de realizarlas en un barrio obrero, le hubiera otorgado un sentido político que no tiene en otras partes de la ciudad. Sin embargo, el centro social siempre estuvo falto de activistas, volcado sobre pocos hombros que apenas podían lidiar con las responsabilidades con las que ya cargaban.

No creo que pueda decirse este tipo de activismo sea necesariamente asistencial. Solo lo es si no se vincula a ningún proyecto de transformación política. Y este vínculo es parte del trabajo activista. Tampoco estoy de acuerdo con la idea de que un militante no puede ir a un barrio que no es el suyo a realizar trabajo territorial. Que solo el que sufre la opresión tiene la legitimidad para luchar contra ella. Esta afirmación niega la propia posibilidad de la política. Y lo hace, si se me permite el atrevimiento, en una manera muy manejable para la democracia liberal capitalista.

 

Consejos para el mantenimiento del Centro Social

Este mes de abril de 2013 abrió sus puertas el centro social La Soleá en el barrio de San Pablo. En la ciudad de Sevilla, durante la década anterior han tenido cierta relevancia los centros sociales okupados y autogestionados (CSOAs), inmersos en su mayor parte en lo que ha venido a denominarse fenómeno okupa y que tuvo su mayor repercusión social en la década de los noventa. Este nuevo centro social debe entenderse en parte como herencia del mismo, al tiempo que rompe con determinadas tendencias desarrolladas hasta ahora. Por un lado, parte de la ocupación de un espacio abandonado por sus propietarios y fuertemente deteriorado, entrando en la lógica del reciclaje de instalaciones en desuso, además de apuntar modos de gestión ya suficientemente experimentados: órgano soberano en la asamblea y autogestión del espacio. Por otro lado, no parte de un grupo de jóvenes de tendencia libertaria que ocupan en el centro de la ciudad, sino de una asamblea de barrio, de carácter heterogéneo, que lleva un año y medio desarrollando una labor social y política en un polígono periférico e inconfundiblemente obrero de la ciudad. En este marco, no es baladí ordenar algunas de las lecciones que se han podido aprender en el ámbito de la creación y gestión de centros sociales, con la esperanza de que puedan ser de utilidad a las personas que se enfrentan a la aventura de llevar un proyecto de estas características a cabo.

Desmitificar los centros sociales

Para empezar, creo que una labor hasta cierto punto necesaria es la de desmitificar los centros sociales. Esto es así, porque en la época de mayor relevancia de los CSOAs, entre la gente vinculada de una forma u otra a ellos, se ha tendido a una cierta mistificación de este tipo de espacios e incluso a la generación de cierta ideología de la okupación, con sus discursos, anatemas y patrones estéticos, que no siempre ha sido beneficiosa. Los centros sociales no han de ser de una determinada manera, pueden adoptar muchas configuraciones y, precisamente, estas están relacionadas con el contexto en el que se desarrollan.

Los centros sociales han sido una herramienta útil de los movimientos sociales desde mucho antes de los años ochenta. El ejemplo más relevante es sin duda el caso de las asociaciones de vecinos en el periodo de la Transición, que aún hoy cuentan con una vasta red de espacios de actividad. Estos locales, a menudo eran cedidos o alquilados, pero en otras ocasiones eran ocupados para ser legalizados posteriormente, aunque aún podemos encontrar casos de viejas instalaciones que siguen en una situación irregular, incluso en Sevilla. También hay ejemplos más lejanos, como serían las tabernas obreras en el periodo anterior a la Guerra Civil: espacios de encuentro de las clases trabajadoras que, en nuestro ámbito geográfico, tendrían tanta importancia para el movimiento anarcosindicalista. Los centros sociales okupados y autogestionados entre finales de los ochenta y principios del siglo XXI son otro ejemplo, asociado a una juventud contracultural nacida de la Transición, que se volcaba en crear algunos de los pocos espacios fuera del consenso de la democracia liberal y de la deriva conservadora de la sociedad en los años del boom inmobiliario. Finalmente, puede que las ocupaciones que se están desarrollando, a raíz del panorama posterior al 15M supongan una nueva fase en el uso de este instrumento. En cualquier caso, todos los ejemplos mencionados coinciden en instrumentalizar una infraestructura física y localizada para la lucha política, lo cual ha demostrado ser muy útil en diferentes sentidos.

Actualmente, en la ciudad de Sevilla, conviven centros sociales de muy diverso carácter. Muchos locales de asociaciones de vecinos han acabado convirtiéndose en simples bares mientras otros han mantenido una actividad, más o menos variada, prestando servicios a la comunidad (talleres, cursos, biblioteca, guardería, etcétera). No obstante, en términos generales, han acabado siendo extremadamente dependientes de las subvenciones de la administración pública, de tal forma que es cuestionable hasta que punto podrían seguir funcionando si estas desaparecieran (algo tan factible en este contexto). Por su parte, los CSOAs más claramente indentificados con el movimiento okupa han tendido a funcionar como proyectos autogestionarios desarrollados por colectivos declaradamente libertarios y politizados, partiendo de una completa autonomía con respecto a cualquier institución. A pesar de la gran diferencia entre el primero y el segundo, en ambos modelos se han dado casos en los se ha podido acabar conformando espacios muy cerrados y dirigidos a la autoafirmación de un grupo muy restringido de activistas. Además, en los CSOAs locales, el rechazo a mantener cualquier trato con la administración pública ha terminado generalmente con el desalojo del espacio, a pesar de lo cual algunos han podido desarrollar su actividad durante mucho tiempo (el de San Bernardo lleva ocupado 9 años) y otros han intentado convertir el propio desalojo en una acción de desobediencia política con sentido en sí misma (CSOA Casas Viejas).

Generalmente, todos los espacios han buscado que un sujeto amplio, más allá del grupo que inicia el proyecto, se apropiase del espacio. En el caso de los espacios ocupados esto es clave, dado que es lo que en mayor medida justifica y legitima la toma del edificio. En el caso de los locales de las asociaciones de vecinos el sujeto amplio lo conformaban, como resulta lógico, los vecinos del barrio. En el caso de los CSOAs ha sido por lo general un colectivo más o menos grande de jóvenes y jóvenes adultos, con tendencias contraculturales y procedentes de distintos puntos de la ciudad. Otros centros sociales no encajan por completo en su estrategia en ninguno de estos dos modelos. Por ejemplo, en el Huerto del Rey Moro (barrio de San Julián), el reducido grupo de activistas que inició el proyecto ocupando un solar abandonado en 2004 (más próximo al perfil de joven contracultural que frecuenta los CSOAs), tras muchos años, consiguió dejar de ser necesario y que fueran los vecinos los que gestionasen un enclave que hoy cuenta con una enorme actividad, aunque esto ha supuesto que el espacio se haya acabado convirtiendo en una infraestructura despolitizada y muy alejada del proyecto de sus primeros promotores. El Centro Vecinal del Pumarejo parte de un grupo ciertamente heterogéneo en cuanto a edades y procedencias y con una aspiración clara de integrar al vecindario tradicional. Sin embargo, probablemente, su mayor éxito ha consistido en la atracción de un colectivo amplio de tendencias políticas alternativas y no necesariamente residente en el entorno inmediato del local. También ha habido diferencias con respecto de la participación en las instituciones o a los objetivos para con el espacio. De nuevo, el Huerto del Rey Moro consiguió varias concesiones de la administración local y tiene una situación hoy bastante normalizada. Por su parte, uno de los grandes hitos del Centro Vecinal del Pumarejo fue la expropiación del edificio por parte del Ayuntamiento, a pesar de lo cual, hoy, varios años y un cambio de gobierno después, se encuentra amenazado de desalojo.

Todos los casos han tenido sus propios problemas y sus aciertos. Con esto quiero señalar que no existe un único modelo y es necesario experimentar en función de nuestras expectativas, siempre partiendo del sentido común y del conocimiento de la realidad a la que nos enfrentamos, que varía tanto como puede variar el tipo de barrio, el tipo de edificio tomado o el grupo que inicie la actividad.

La necesidad de definir un modelo consciente

En Sevilla son conocidos los beneficios que han proporcionado los centros sociales. En primer lugar, han sido infraestructuras de una utilidad evidente para los movimientos autogestionarios, proporcionado soluciones a las necesidades de espacio de reunión o a la hora de realizar actividades para generar una caja de resistencia o similares. En segundo lugar, han ofrecido posibilidades a la hora de desarrollar proyectos de colectivos políticos concretos, ya que las ideas solo se pueden materializar en el espacio y para hacerlo hay que controla un ámbito concreto (el centro social es la mínima expresión de esto). Por último, como espacio de confluencia, los centros sociales han sido a menudo un faro para gente con inquietudes que no encontraba donde volcaras o espacios de consenso para grupos diversos. No obstante los centros sociales se encuentran también amenazados por derivas poco recomendables.

La imposición de un modelo rígido desde un principio, y más de un modelo ideologizado y que no tenga en cuenta el contexto real en el que se encuentra, suele conducir a tremendas frustraciones por parte de los activistas. A pesar de esto, hay determinadas cuestiones que hay que definir y es mejor hacerlo pronto que tarde, siempre tendiendo en cuenta que son aspectos que se pueden reconsiderar más adelante. Es conveniente definir qué estrategia se va a llevar con el centro social. Qué objetivos se van a plantear para con el mismo y cómo se va a conseguir llevarlos a cabo. A este respecto es común que surjan los temas sobre si se pretende que alguna administración expropie, si se va a intentar buscar un convenio de cesión con la propiedad, o si por el contrario se parte de la inevitabilidad del desalojo y se pretende sacar el mayor partido mientras dure. Esto va a condicionar mucho el tipo de relación que se pretenda tener con una diversidad de agentes, como son la administración, la propiedad, el tejido asociativo de la zona o incluso los medios de comunicación.

Igualmente importante es definir cómo va a ser la organización interna del espacio, lo cual depende mucho de QUIÉN forma el centro social. Un centro social puede ser el espacio de un colectivo político que existía previamente y que pretende perpetuarse más allá de la vida del local, también puede pretender ser una infraestructura utilizada por un conjunto de colectivos más o menos diversos que cooperan y comparten lugar o puede ser un único colectivo identificado con el propio centro social, en formación y que va agregando a los individuos que se van acercando y quieren desarrollar actividades. Por ejemplo, si se pretende que un sujeto colectivo amplio como el vecindario se apropie del centro social, esto se tiene que ver reflejado en la estructura organizativa y se tienen que disponer cauces para ello, para que la gente participe y eventualmente tome como suyo el espacio. Aquí se debe valorar si se pretende la continuidad del grupo político que inició el proyecto o su disolución en los nuevos órganos creados, porque esto último es muy factible y a veces inevitable. También hay que tener cuidado a la hora de crear espacios de decisión, duplicar asambleas o generar conflictos de competencias que tienden a generar problemas a medio plazo. A este respecto es necesario definir dónde se toman las decisiones y quién puede participar de ellas. Generalmente es conveniente que quede clara la existencia de un solo espacio soberano sobre el centro social, pero al mismo tiempo disponer otros instrumentos que puedan facilitar la participación con distintos niveles de compromiso al mismo tiempo que descargan de trabajo a la asamblea, tales como comisiones u otros.

Clubes sociales y centros cívicos

La indefinición de partida, a menudo, facilita el caer en dinámicas gregarias por un lado o asistencialistas por otro, o incluso en una combinación de ambas. Por lo general, un centro social es iniciado por un grupo con unas características bastante definidas y que al mismo tiempo pretende dirigirse a un sujeto más amplio. Esto genera no pocas contradicciones. De partida, van a existir niveles diversos de implicación que van desde el compromiso absoluto a la visita esporádica, esto, en un centro social más o menos abierto y no demasiado sectario es prácticamente inevitable. Esta diversidad en el compromiso no tiene porque ser negativa en sí misma si se es consciente de ella y se gestiona adecuadamente. No obstante, es habitual que se genere una polarización entre un grupo más o menos cerrado con un compromiso total con el centro y una diversidad de grupos que se relacionan con él de forma más laxa. Es la conocida separación entre gestores y usuarios que puede desembocar en situaciones diversas. La negación de los diferentes niveles de implicación y de politización de los participantes suele derivar en la frustración a medio plazo, en la medida en que la respuesta de la gente no cubre las expectativas del activista más comprometido. Esto conduce fácilmente al abandono del proyecto o a la aceptación cínica y acrítica de la separación.

Cuando la asamblea del centro social se identifica con un grupo muy cerrado de personas con una elevada complicidad, la integración de nuevos miembros en el centro tiende a bloquearse. En estos casos podemos pasar de estar gestionando un centro social a un club social, donde el principal objetivo es la reproducción de ciertas relaciones. Así, el centro acaba siendo la casa de un grupo reducido de personas y más tarde o más temprano se pierden las perspectivas políticas que son sustituidas por dinámicas endogámicas y gregarias. Casos de autoconsumo que pueden acabar teniendo una repercusión social más bien escasa y son víctimas fáciles de los ataques estigmatizadores de agentes conservadores, tanto a nivel de barrio como de ciudad. Un caso en principio opuesto a la deriva del club social es el de la actitud voluntarista y sacrificada de un grupo que acaba convertido en simple gestor de actividades. El centro social pasa a convertirse en centro cívico, al que la gente llega incluso reclamando una serie de servicios, porque es la forma en que está acostumbrada a relacionarse con los espacios colectivos (del mercado o de la administración). Esto conduce fácilmente a que el centro social pierda sentido, pierda el contenido político y esto a costa del desgaste de los activistas más abnegados que reciben un pago escaso por su sacrificio.

Recapitulando

Algunos de estos problemas son prácticamente inevitables y se van a seguir repitiendo en espacios de similares características. No obstante, se pueden gestionar de la mejor manera para que el centro social tenga el mayor grado de éxito.

En primer lugar, hay que entender que no existen unas tablas de la ley ni respecto de la ocupación ni respecto de los centros sociales. En este sentido, creo que es un error asumir ciertos comportamientos y prácticas propios de lo que ha venido a denominarse fenómeno okupa como si fueran dogmas de fe. Es muy fácil caer en el sectarismo, más en espacios como los centros sociales, tan dados al gregarismo. Frente a esto, cada espacio tiene que construir su identidad en función del edificio, del barrio, del grupo y del contexto político amplio en el que se enmarca.

No es lo mismo desarrollar un local social de un determinado colectivo que un centro social de carácter más abierto. Ambas opciones son factibles y pueden ser muy útiles para la lucha, cada una a su manera. Ahora bien, dependiendo del modelo que se elija habrá que asumir una forma de gestión u otra. Además, es importante que la forma de gestión elegida sea sensata y acorde con la realidad del centro. Demasiadas veces ya nos hemos obcecado en aplicar nuestros modelos ideales a realidades que no encajaban, conduciendo esto a peleas, frustraciones y rencores.

En relación con lo anterior, en la medida en que no se renuncia a que un sujeto amplio se apropie del espacio, pues este es el mayor potencial de un centro de cualquier tipo, es importante ser conscientes de la necesidad de que existan diversos niveles de implicación. Para ello se pueden buscar diversos cauces. Es tan importante mantener el espacio organizativo de carácter más politizado como espacios prácticos donde la gente pueda acercarse y encontrar cosas útiles que hacer sin tener que pasar por asambleas eternas. Diferenciar espacios, procurando que no se solapen, puede ser una buena táctica.

La gestión del centro social puede ser muy pesada y en determinados momentos serán muy pocos los que le hagan frente. Ante esto hay que procurar no quemarse, mantener el centro social requiere el esfuerzo de muchos, no puede hacerse con el sacrificio de dos o tres personas, porque esto va a conducir a su abandono en un plazo medio. La lucha es muy larga y no empieza ni acaba en el centro social que demanda compromiso y esfuerzo, pero no sacrificios humanos.

Por último, hay que tener siempre en mente el marco político más amplio y no perder la perspectiva de que el centro es un instrumento para la lucha y no un fin en sí mismo.