Sobre la deslegitimación del Estado y el antagonismo existente

El contexto actual es, sin duda, óptimo para el crecimiento de fuerzas antagonistas y para planteamientos radicales que unos años atrás contaban con muchas menos posibilidades de encontrar eco. Esta nueva situación viene dada, en gran medida, por la acelerada pérdida de legitimidad de las principales instituciones que rigen la vida política y económica y por el desprestigio y debilitamiento de los discursos hegemónicos respecto de cómo debe funcionar la sociedad.

El funcionamiento de una economía fundamentada en la acumulación, la propiedad y el egoísmo, más allá de juicios morales, ha encontrado su justificación en la proporción de niveles progresivamente altos de consumo a una buena parte de la ciudadanía y posibilidades de promoción social para las clases bajas. Sin embargo, el actual sistema encuentra cada vez más dificultades para mantener determinados estándares de vida, al tiempo que la idea de progreso se ha desmoronado y se acepta tácitamente una pauperización de la calidad de vida de las generaciones futuras. El hecho de que esta pauperización conviva con el actual sistema de privilegios conduce a una situación de ignominia, en la que se evidencia la acumulación por parte de las grandes instituciones económicas de recursos básicos mientras que cada vez más familias tienen dificultades para acceder a los mismos, siendo el caso de la vivienda paradigmático en este sentido. Es en momentos como este cuando las contradicciones e injusticias más flagrantes del sistema se hacen evidentes a ojos de la población, y el desprestigio de las instituciones financieras es en gran medida el desprestigio de un modelo económico que se ha fundamentado en ellas. Si este es el mejor mundo posible, nuestra imaginación debe encontrarse muy limitada.

La legitimidad del Estado y de las instituciones políticas en general está resultando igualmente dañada por los acontecimientos. Es notorio el desprestigio de las principales instituciones de la democracia. Al igual que sucede con la economía, la población en gran medida intuía la verdad enmascarada tras el fetiche de la democracia liberal, pero aceptaba su tremendo cinismo mientras mantuviera unos estándares de vida determinados. Los acontecimientos de los últimos años han desenmascarado el patético papel del parlamentarismo y su cada vez más limitado margen de maniobra. La falta de autonomía de los estados soberanos frente a los agentes económicos a escala global ha quedado en evidencia y la intervención de gobiernos, la sustitución de profesionales de la política por tecnócratas procedentes de organizaciones supranacionales, es el máximo ejemplo de esto. Además, dentro de su limitada capacidad de decisión real, el gobierno estatal se ha dedicado, por un lado a suprimir los principales elementos que se basaban en una cierta solidaridad de nuestro sistema socioeconómico (sanidad, educación y seguridad social). Al mismo tiempo, ha llevado a empeñar al conjunto del Estado y a sus contribuyentes para cubrir las pérdidas del sistema financiero. En este contexto, la población humilde de este país solo percibe ya al Estado cuando la policía nacional viene a desalojarla de sus casas. Inevitablemente esto genera una cierta desafección por el parlamentarismo que se puede traducir en abstención pero también en la irrupción de opciones radicales de izquierda y de derecha.

En este contexto, la acelerada depauperización de la vida ha empezado fundamentalmente por los estratos sociales más bajos. Estos se encuentran en una situación en la que el acceso al salario es complicada cuando no imposible y donde las instituciones públicas no cuentan con ningún tipo de política social que permita aliviar su situación. El ejemplo de la ocupación de viviendas no solo indica la falta de opciones y la necesidad de determinadas familias, indica también la desaparición del mercado y del Estado como medios para satisfacer necesidades básicas, lo que implica su desprestigio y la aparición de formas de acción directa y solidaridad grupal como alternativa. No obstante, y evidentemente, hasta que la crisis no afecte realmente a las clases medias, la crisis social no se tornará en crisis política, aunque nada induce pensar que esto no vaya a suceder relativamente pronto y el empeoramiento de la precariedad entre los estratos laborales más cualificados y el incremento de la polarización social son un hecho hoy día.

Es este un contexto ideal para el surgimiento de alternativas sociopolíticas. Por qué no, anticapitalistas y libertarias. Esto no quiere decir que el Estado liberal y el capitalismo vayan a saltar en pedazos por si solos o que la gente repentinamente vaya a empezar a hacer su vida de forma independiente. La realidad es que resulta difícil imaginar un panorama más desolador en cuanto a alternativas políticas al que vivimos en el Estado español. Esto no hace referencia solo al parlamentarismo, que también, sino a cualquier forma de alternativa política concretada en formas de organización social con una repercusión real en el conjunto de la sociedad.

Un nuevo escenario se ha ido abriendo paulatinamente en los últimos años de crisis estructural del capitalismo y es un escenario en el que, en contraposición con el anterior, se multiplican las posibilidades respecto del destino que puede tomar la sociedad en la que vivimos. No obstante, las oportunidades que se presentan actualmente en la arena política no van a durar siempre y las fuerzas opuestas al cambio siguen manteniendo sus posiciones. Esta no es una realidad que deba provocar desesperanza sino que debe hacernos comprender las tareas ineludibles que deben llevarse a cabo.

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